La celebración del Día de los Santos Reyes es una tradición emblemática en México, ya que además de recordarnos el trayecto que debieron seguir los Reyes Magos de Oriente para adorar al Niño Jesús que había nacido en Belén, guiados por una estrella brillante, nos remonta a la edad de las ilusiones, donde miles de niñas y niños de todo el país, previo a la Epifanía del Señor, escriben sus cartas para pedirles obsequios y regalos.
Es así como Melchor, Gaspar y Baltazar multiplican su llegada a los hogares durante los primeros minutos de cada 6 de enero.
¿Pero qué pasaría si hoy, aquí, en este espacio, le contamos que al parecer no fueron tres los Reyes Magos que se dirigieron a Belén a adorar y rendir tributo al hijo de José y María, sino cuatro?
Lo más seguro es que no lo va a creer, pero qué tal si le contamos dos historias muy emotivas que nos refieren a Artabán, el cuarto Rey Mago de Oriente, y que nos enseña lo que Dios espera de nosotros.
La primera leyenda nos cuenta que había un cuarto Rey Mago, de nombre Artabán, que también vio brillar la estrella sobre Belén y decidió seguirla. Como regalo pensaba ofrecerle al Niño Jesús un cofre lleno de perlas preciosas. Sin embargo, en su camino se fue encontrando con diversas personas que iban solicitando de su ayuda.
Este Rey Mago las atendía con alegría y diligencia, e iba dejándoles una perla a cada uno. Pero eso fue retrasando su llegada y vaciando su cofre. En el camino encontró muchos pobres, enfermos, encarcelados y miserables y no podía dejarlos desatendidos. Se quedaba con ellos el tiempo necesario para aliviarles sus penas y luego procedía su marcha, que nuevamente era interrumpida por otro desvalido.
Sucedió que cuando por fin llegó a Belén, ya no estaban los otros Magos y el Niño había huido con sus padres hacia Egipto, pues el Rey Herodes quería matarlo. El Rey Mago siguió buscándolo, pero ya sin la estrella que antes lo guiaba.
Buscó a Jesús por más de 30 años
Buscó y buscó y buscó…, y dicen que estuvo más de 30 años recorriendo la Tierra, buscando al Niño y ayudando a los necesitados. Hasta que un día llegó a Jerusalén, justo en el momento que la multitud enfurecida pedía la muerte de un pobre hombre. Mirándolo, reconoció en sus ojos algo familiar. Entre el dolor, la sangre y el sufrimiento podía ver en sus ojos el brillo de la estrella. Y es que aquel miserable que estaba siendo ajusticiado era el Niño que por tanto tiempo había buscado.
La tristeza llenó su corazón, ya viejo y cansado por el tiempo. Aunque aún guardaba una perla en su bolsa, ya era demasiado tarde para ofrecérsela al Niño que ahora, convertido en hombre, colgaba de una Cruz.
Había fallado en su misión… Y sin tener a dónde más ir, se quedó en Jerusalén para esperar que llegara su muerte. Apenas habían pasado tres días de la muerte de Jesús, cuando una luz aún más brillante que la de la estrella, llenó su habitación. ¡Era el Resucitado que venía a su encuentro!
El Rey Mago, cayendo de rodillas ante Él, tomó la perla que le quedaba y extendió su mano mientras hacía una reverencia. Jesús le tomó tiernamente y le dijo: “Tú no fracasaste. Al contrario, me encontraste durante toda tu vida. Yo estaba desnudo, y me vestiste. Yo tuve hambre y me diste de comer. Tuve sed y me diste de beber. Estuve preso, y me visitaste. Pues yo estaba en todos los pobres que atendiste en tu camino. ¡Muchas gracias por tantos regalos de amor, ahora estarás conmigo para siempre, pues el Cielo es tu recompensa!”.
La leyenda rusa
La segunda historia nos da cuenta de una leyenda rusa que señala que fueron cuatro los Reyes Magos, quienes luego de haber visto la estrella en el oriente, partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro, incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en gran cantidad, cargado todo en los lomos de sus burritos.
Luego de varios días de camino se internaron en el desierto. Una noche los agarró una tormenta. Todos se bajaron de sus cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de colores, trataron de soportar el temporal refugiados detrás de los camellos arrodillados sobre la arena.
El cuarto Rey, que no tenía camellos, sino sólo burros, buscó amparo junto a la choza de un pastor metiendo sus animalitos en el corral de pirca. Por la mañana aclaró el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la marcha, pero la tormenta había desparramado todas las ovejitas del pobre pastor, junto a cuya choza se había refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un pobre pastor que no tenía ni cabalgadura, ni fuerzas para reunir su majada dispersa.
El cuarto Rey se encontró frente a un dilema. Si ayudaba al buen hombre a recoger sus ovejas, se retrasaría de la caravana y no podría ya seguir con sus camaradas. El no conocía el camino, y la estrella no daba tiempo que perder. Pero por otro lado su buen corazón le decía que no podía dejar así a aquel anciano pastor. ¿Con qué cara se presentaría ante el Rey Mesías si no ayudaba a uno de sus hermanos?
Finalmente se decidió por quedarse y gastó casi una semana en volver a reunir todo el rebaño disperso. Cuando finalmente lo logró, se dio cuenta de que sus compañeros ya estaban lejos, y que además había tenido que consumir parte de su aceite y de su vino compartiéndolo con el viejo.
Se dedicó a brindar ayuda a los más necesitados
Pero no se puso triste. Se despidió y poniéndose nuevamente en camino aceleró el tranco de sus burritos para acortar la distancia. Luego de mucho vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar donde vivía una madre con muchos chicos pequeños y que tenía a su esposo muy enfermo. Era el tiempo de la cosecha. Había que levantar la cebada lo antes posible, porque de lo contrario los pájaros o el viento terminarían por llevarse todos los granos ya bien maduros.
Otra vez se encontró frente a una decisión. Si se quedaba a ayudar a aquellos pobres campesinos, sería tanto el tiempo perdido que ya tenía que hacerse a la idea de no encontrarse más con su caravana. Pero tampoco podía dejar en esa situación a aquella pobre madre con tantos chicos que necesitaba de aquella cosecha para tener pan el resto del año.
No tenía corazón para presentarse ante el Rey Mesías si no hacía lo posible por ayudar a sus hermanos. De esta manera se le fueron varias semanas hasta que logró poner todo el grano a salvo. Y otra vez tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino y su aceite.
Mientras tanto la estrella ya se le había perdido. Le quedaba sólo el recuerdo de la dirección y las huellas medio borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas rehízo la marcha y tuvo que detenerse muchas otras veces para auxiliar a nuevos hermanos necesitados.
Así se le fueron casi dos años hasta que finalmente llegó a Belén. Pero el recibimiento que encontró fue muy diferente del que esperaba. Un enorme llanto se elevaba del pueblito. Las madres salían a la calle llorando, con sus pequeños entre los brazos. Acababan de ser asesinados por orden de otro rey. El pobre hombre no entendía nada. Cuando preguntaba por el Rey Mesías, todos lo miraban con angustia y le pedían que se callara. Finalmente alguien le dijo que aquella misma noche lo habían visto huir hacia Egipto.
Quiso emprender inmediatamente su seguimiento, pero no pudo. Aquel pueblito de Belén era una desolación. Había que consolar a todas aquellas madres. Había que enterrar a sus pequeños, curar a sus heridos, vestir a los desnudos. Y se detuvo allí por mucho tiempo gastando su aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque aquellas pobres gentes los necesitaban más que él.
Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto, había pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro. Pero se dijo que seguramente el Rey Mesías sería comprensivo con él, porque lo había hecho por sus hermanos.
En el camino hacia el país de las pirámides tuvo que detener muchas otras veces su marcha. Siempre se encontraba con un necesitado de su tiempo, de su vino o de su aceite. Había que dar una mano o socorrer una necesidad. Aunque tenía temor de volver a llegar tarde, no podía con su buen corazón. Se consolaba diciéndose que con seguridad el Rey Mesías sería comprensivo con él, ya que su demora se debía al haberse detenido para auxiliar a sus hermanos.
Tampoco encontró a Jesús en Egipto
Cuando llegó a Egipto se encontró nuevamente con que Jesús ya no estaba allí. Había regresado a Nazaret, porque en sueños José había recibido la noticia de que estaba muerto quien buscaba matarlo al Niño.
Este nuevo desencuentro le causó mucha pena a nuestro Rey Mago, pero no lo desanimó. Se había puesto en camino para encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a continuar con su búsqueda a pesar de sus fracasos. Ya le quedaban menos burros, y menos tesoros. Y éstos los fue gastando en el largo camino que tuvo que recorrer, porque siempre las necesidades de los demás lo retenían por largo tiempo en su marcha. Así pasaron otros 30, siguiendo siempre las huellas del que nunca había visto pero que le había hecho gastar su vida en buscarlo.
Finalmente se enteró de que había subido a Jerusalén y que allí tendría que morir. Esta vez estaba decidido a encontrarlo fuera como fuese. Por eso, ensilló el último burro que le quedaba, llevándose la última carguita de vino y aceite, con las dos monedas de plata que era cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales.
Partió de Jericó subiendo también él hacia Jerusalén. Para estar seguro del camino, se lo había preguntado a un sacerdote y a un levita que, más rápidos que él, se le adelantaron en su viaje. Se le hizo de noche. Y en medio de la noche, sintió unos quejidos a la vera del camino. Pensó en seguir también él de largo como lo habían hecho los otros dos. Pero su buen corazón no se lo dejó.
Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se trataba de un hombre herido y golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó el último resto de vino para limpiar las heridas. Con el aceite que le quedaba untó las lastimaduras y las vendó con su propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su animalito y, desviando su rumbo, lo llevó hasta una posada. Allí gastó la noche en cuidarlo. A la mañana, sacó las dos últimas monedas y se las dio al dueño del albergue diciéndole que pagara los gastos del hombre herido. Allí le dejaba también su burrito por lo que fuera necesario. Lo que se gastara de más él lo pagaría al regresar.
Viejo y cansado, vio con tristeza el final de Jesús
Y siguió a pie, solo, viejo y cansado. Cuando llegó a Jerusalén ya casi no le quedaban más fuerzas. Era el mediodía de un Viernes antes de la Gran Fiesta de Pascua. La gente estaba excitada. Todos hablaban de lo que acababa de suceder. Algunos regresaban del Gólgota y comentaban que allá estaba agonizando colgado de una cruz.
Nuestro Rey Mago, gastando sus últimas fuerzas, se dirigió hacia allá casi arrastrándose, como si el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz hecha de años de cansancio y de caminos.
Y llegó. Dirigió su mirada hacia el agonizante, y en tono de súplica le dijo:
–Perdóname. Llegué demasiado tarde.
Pero desde la cruz se escuchó una voz que le decía:
–Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Cómo se puede apreciar, ambas historias son muy similares en sus argumentos, relativos a brindar amor apoyo al prójimo, acciones que, haciéndolas con honestidad, nos brindarán el consuelo eterno de Nuestro Señor.
Es importante destacar que en el sitio Wikipedia, a través de la liga: https://es.wikipedia.org/wiki/Artab%C3%A1n se indica que Artabán es un personaje ficticio protagonista del cuento navideño The Other Wise Man (El otro rey mago), escrito en 1896 por Henry van Dyke (1852-1933), teólogo presbiteriano estadounidense.
Cuenta el relato que Artabán era el cuarto Rey Mago que encaminó sus pasos hacia Occidente, siempre guiado por el fulgurante mapa celestial, en busca del Niño Jesús.
El nombre “Artabán” proviene del persa y corresponde a cuatro reyes partos, así como a un hermano de Darío I y un general de Jerjes.
La historia completa de este relato se puede leer en el enlace que le hemos compartido.
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