1.«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Estas palabras fueron pronunciadas por Simón, hijo de Jonás, en la región de Cesarea de Filipo. Las dijo, sí, en la propia lengua, con una convicción profunda, vivida, sentida; pero no tenían dentro de él su fuente, su manantial: «…porque no es la carne, ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Eran palabras de fe.
Ellas marcan el comienzo de la misión de Pedro en la historia de la salvación, en la historia del Pueblo de Dios. Desde entonces, desde esa confesión de fe, la historia sagrada de la salvación y del Pueblo de Dios debía adquirir una nueva dimensión: expresarse en la histórica dimensión de la Iglesia. Esta dimensión eclesial de la historia del Pueblo de Dios tiene sus orígenes, nace de hecho, de estas palabras de fe y sigue vinculada al hombre que las pronunció: «Tú eres Pedro —roca, piedra— y sobre ti, como sobre una piedra, edificaré mi Iglesia».
2. Hoy y aquí, en este lugar, es necesario pronunciar y escuchar de nuevo las mismas palabras: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
Sí, hermanos e hijos, ante todo estas palabras.
Su contenido revela a nuestros ojos el misterio de Dios vivo, misterio que el Hijo conoce y que nos ha acercado. En efecto, nadie ha acercado el Dios vivo a los hombres, ninguno lo ha revelado como lo ha hecho el Hijo mismo. En nuestro conocimiento de Dios, en nuestro camino hacia Dios estamos totalmente ligados a la potencia de estas palabras: «Quien me ve a mí, ve también al Padre». El que es infinito, inescrutable, inefable, se ha acercado a nosotros en Cristo Jesús, el Hijo unigénito, nacido de María Virgen en el portal de Belén.
Vosotros todos, los que tenéis ya la inestimable suerte de creer, vosotros todos, los que todavía buscáis a Dios, y también vosotros, los que estáis atormentados por la duda: acoged de buen grado una vez más —hoy y en este sagrado lugar— las palabras pronunciadas por Simón Pedro. En esas palabras está la fe de la Iglesia. En ellas está la nueva verdad, es más, la verdad última y definitiva sobre el hombre: el Hijo de Dios vivo. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
3. El nuevo Obispo de Roma comienza hoy solemnemente su ministerio y la misión de Pedro. Efectivamente, en esta ciudad desplegó y cumplió Pedro la misión que le había confiado el Señor.
El Señor se dirigió a él diciendo: «…Cuando eras joven, tú te ceñías e ibas adonde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras« (Jn 21, 18).
¡Pedro vino a Roma!
¿Qué fue lo que le guió y condujo a esta Urbe, corazón del Imperio Romano, sino la obediencia a la inspiración recibida del Señor? Es posible que este pescador de Galilea no hubiera querido venir hasta aquí; que hubiera preferido quedarse allá, a orillas del Lago de Genesaret, con su barca, con sus redes. Pero guiado por el Señor, obediente a su inspiración, llegó hasta aquí.
Según una antigua tradición (que ha tenido magnífica expresión literaria en una novela de Henryk Sienkiewicz), durante la persecución de Nerón, Pedro quería abandonar Roma. Pero el Señor intervino, le salió al encuentro. Pedro se dirigió a El preguntándole: «Quo vadis, Domine?: ¿Dónde vas, Señor?». Y el Señor le respondió enseguida: «Voy a Roma para ser crucificado por segunda vez». Pedro volvió a Roma y permaneció aquí hasta su crucifixión.
Sí, hermanos e hijos, Roma es la Sede de Pedro. A lo largo de los siglos le han sucedido siempre en esta sede nuevos Obispos. Hoy, un nuevo Obispo sube a la Cátedra Romana de Pedro, un Obispo lleno de temblor, consciente de su indignidad. ¡Y, cómo no temblar ante la grandeza de tal llamada y ante la misión universal de esta Sede Romana!
A la Sede de Pedro en Roma sube hoy un Obispo que no es romano. Un Obispo que es hijo de Polonia. Pero desde este momento, también él se hace romano. Si, ¡romano! También porque es hijo de una nación cuya historia, desde sus primeros albores, y cuyas milenarias tradiciones están marcadas por un vínculo vivo, fuerte, jamás interrumpido, sentido y siempre vivido, con la Sede de Pedro; una nación que ha permanecido siempre fiel a esta Sede de Roma. ¡Oh, el designio de la Divina Providencia es inescrutable!
4.En los siglos pasados, cuando el Sucesor de Pedro tomaba posesión de su Sede, se colocaba sobre su cabeza la tiara. El último Papa coronado fue Pablo VI en 1963, el cual, sin embargo, después del solemne rito de la coronación, no volvió a usar la tiara, dejando a sus sucesores libertad para decidir al respecto.
El Papa Juan Pablo I, cuyo recuerdo está tan vivo en nuestros corazones, no quiso la tiara, y hoy no la quiere su sucesor. No es tiempo, realmente, de volver a un rito que ha sido considerado, quizás injustamente, como símbolo del poder temporal de los Papas.
Nuestro tiempo nos invita, nos impulsa y nos obliga a mirar al Señor y a sumergirnos en una meditación humilde y devota sobre el misterio de la suprema potestad del mismo Cristo.
El que nació de María Virgen, el Hijo del carpintero —como se le consideraba—, el Hijo del Dios vivo, como confesó Pedro, vino para hacer de todos nosotros «un reino de sacerdotes».
El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo —Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios participa de esta triple misión. Y quizás en el pasado se colocaba sobre la cabeza del Papa la tiara, esa triple corona, para expresar, por medio de tal símbolo, el designio del Señor sobre su Iglesia, es decir, que todo el orden jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su “sagrada potestad” ejercitada en ella no es otra cosa que el servicio, servicio que tiene un objetivo único: que todo el Pueblo de Dios participe en esta triple misión de Cristo y permanezca siempre bajo la potestad del Señor, la cual tiene su origen no en los poderes de este mundo, sino en el Padre celestial y en el misterio de la cruz y de la resurrección.
La potestad absoluta y también dulce y suave del Señor responde a lo más profundo del hombre, a sus más elevadas aspiraciones de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. Esta potestad no habla con un lenguaje de fuerza, sino que se expresa en la caridad y en la verdad.
El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy una oración fervorosa, humilde y confiada: ¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad! ¡Servidor de tu potestad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más aún, siervo de tus siervos.
5. ¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!
¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!
¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!
Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!
Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, —os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza— permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo El tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!
6. Precisamente hoy toda la Iglesia celebra su “Jornada Misionera mundial”: es decir, ora, medita, trabaja para que las palabras de vida de Cristo lleguen a todos los hombres y sean escuchadas como mensaje de esperanza, de salvación, de liberación total.
Doy las gracias a todas los aquí presentes que han querido participar en esta solemne inauguración del ministerio del nuevo Sucesor de Pedro.
Doy las gracias de corazón a los Jefes de Estado, a los Representantes de las Autoridades, a las Delegaciones de los Gobiernos por su presencia que tanto me honra.
¡Gracias a vosotros, eminentísimos cardenales de la Santa Iglesia Romana!
¡Os doy las gracias, amados hermanos en el Episcopado!
¡Gracias a vosotros, sacerdotes!
¡A vosotros, hermanas y hermanos, religiosas y religiosos de las órdenes y de las congregaciones! ¡Gracias!
¡Gracias a vosotros, romanos! ¡Gracias a los peregrinos que han venido de todo el mundo!
¡Gracias a cuantos seguís este sagrado rito a través de la radio y de la televisión!
7. Me dirijo a vosotros, queridos compatriotas, peregrinos de Polonia, hermanos obispos presididos por vuestro magnífico primado, sacerdotes, religiosos y religiosas de las diversas congregaciones polacas, y a vosotros representantes de esa “Polonia” esparcida por todo el mundo.
¿Y qué os diré a vosotros que habéis venido de mi Cracovia, la sede de San Estanislao, de quien he sido indigno sucesor durante 14 años? ¿Qué os puedo decir? Todo lo que pudiera deciros sería un pálido reflejo de lo que siento en estos momentos en mi corazón y de lo que sienten vuestros corazones.
Dejemos pues a un lado las palabras. Quede sólo un gran silencio ante Dios, el silencio que se convierte en plegaria.
Una cosa os pido: estad cercanos a mí. En Jasna Gora y en todas partes. No dejéis de estar con el Papa, que hoy reza con las palabras del poeta: «Madre de Dios, que defiendes la Blanca Czestochowa y resplandeces en la “Puerta Aguda”». Esas son las palabras que dirijo a vosotros en este momento particular.
Con las palabras pronunciadas en lengua polaca, he querido hacer una llamada e invitación a la plegaria por el nuevo Papa. Con la misma llamada me dirijo a todos los hijos e hijas de la Iglesia católica. Recordadme hoy y siempre en vuestra oración.
8. A los católicos de los países de lengua francesa manifiesto todo mi afecto y simpatía. Y me permito contar con vuestro apoyo filial y sin reservas.
A quienes no participan de nuestra fe dirijo también un saludo respetuoso y cordial. Espero que sus sentimientos de benevolencia facilitarán la misión espiritual que me incumbe y que no se lleva a cabo sin repercusión en la felicidad y la paz del mundo.
A todos los que habláis inglés ofrezco mi saludo cordial en el nombre de Cristo.
Cuento con la ayuda de vuestras oraciones y de vuestra buena voluntad para desempeñar mi misión al servicio de la Iglesia y de la humanidad.
Que Cristo os dé su gracia y su paz, derribando las barreras de división y haciendo de todas las cosas una en El.
Dirijo un cordial saludo a los representantes y a todas las personas de los países de habla alemana.
Repetidas veces, e incluso recientemente durante mi visita a la República Federal de Alemania, he tenido oportunidad de conocer y apreciar personalmente la gran obra de la Iglesia y de sus fieles.
Que vuestra acción abnegada en favor de Cristo resulte fructífera también en el futuro de cara a todos los grandes problemas y a todas las necesidades de la Iglesia en el mundo entero. Por eso encomiendo espiritualmente a vuestra oración mi servicio apostólico.
Mi pensamiento se dirige ahora hacia el mundo de lengua española, una porción tan considerable de la Iglesia de Cristo.
A vosotros, hermanos e hijos queridos, llegue en este momento solemne el afectuoso saludo del nuevo Papa.
Unidos por los vínculos de una común fe católica, sed fieles a vuestra tradición cristiana, hecha vida en un clima cada vez más justo y solidario, mantened vuestra conocida cercanía al Vicario de Cristo y cultivad intensamente la devoción a nuestra Madre, María Santísima.
Hermanos e hijos de lengua portuguesa: Os saludo afectuosamente en el Señor en cuanto “siervo de los siervos de Dios”.
Al bendeciros confío en la caridad de vuestras oraciones y en vuestra fidelidad para vivir siempre el mensaje de este día y de esta ceremonia: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
Que el Señor esté con vosotros con su gracia y su misericordioso amor hacia la humanidad.
Cordialmente saludo y bendigo a los checos y eslovacos, a los que siento tan cercanos.
De todo corazón doy la bienvenida y bendigo a todos los ucranios y rutenos del mundo.
Mi afectuoso saludo a los hermanos lituanos. Sed siempre felices y fieles a Cristo.
Abro mi corazón a todos los hermanos de las Iglesias y comunidades cristianas, saludando de manera particular a los que estáis aquí presentes, en espera de un próximo encuentro personal; pero ya desde ahora os expreso mi sincero aprecio por haber querido asistir a este solemne rito.
Y me dirijo una vez más a todos los hombres, a cada uno de los hombres, (¡y con qué veneración el apóstol de Cristo debe pronunciar esta palabra: hombre!).
¡Rogad por mí!
¡Ayudadme para que pueda serviros! Amén.
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