San Agustín: El hijo de tantas lágrimas

San Agustín, ya como obispo, siendo un gran retórico, habiendo combatido muchas herejías y ya estando convertido, se propuso un día explicar el misterio de la Santísima Trinidad, pero se le olvidó que esto es un misterio y, por lo mismo, algo que permanece oculto a nuestros sentidos, que nuestra inteligencia no es capaz descubrir.

Lección de vida

Andando él en estas reflexiones, se dice que un día, al caminar por la playa, tratando de discernir cómo explicar este misterio, se encontró a un niño, quien había hecho un pozo en la arena y corría con una concha para llenarla con el agua del mar y luego ponerla en el pozo, y corría nuevamente, la llenaba y la vaciaba en el pocito; así lo hacía, y a San Agustín le parecía esto como muy inútil, y le preguntó qué estaba haciendo, a lo que el niño respondió: “Voy a echar el agua del mar en este pocito”, entonces San Agustín le dice: “Esto es imposible”, y el niño le contesta muy serio: “Es más fácil que yo eche el agua del mar en este pocito a que tú entiendas el misterio de la Santísima Trinidad”.

Se dice que seguramente este niño era un ángel que le dio una lección de parte de Dios, que le quiso decir: “No quieras escudriñar en aquello que no puedes entender, porque tu inteligencia nunca va a ser igual a la de Dios”. De aquí San Agustín escribe su obra La Trinidad, pero lo hace como tratando de discernir, pero sin querer explicar algo que para nosotros permanece oculto, que es inexplicable para nuestra capacidad intelectual.

Una madre que ora

En el año 331 nace Santa Mónica, madre de San Agustín, y en el año 354 nace Agustín en Tagaste, lo que es Argelia en la actualidad, al norte de África. El papá de Agustín, de nombre Patricio, es pagano y Agustín tiene dos hermanos, Navigio y Perpetua.

San Agustín vive su vida, siendo su papá funcionario, pues lo que les importaba eran los honores del mundo, entonces había que mandarlo a estudiar, había que prepararlo y él se prepara muy bien en estas artes, especialmente en la retórica, que es el arte de hablar, de argumentar. Crece en una vida de esos ambientes de aplausos, de honores. Agustín, antes de su conversión, tiene una mujer y de esa mujer surge un hijo llamado Adeodato, que quiere decir “El dado por Dios”.

Santa Mónica estaba convencida de su fe y oraba con lágrimas pidiendo a Dios la conversión de Agustín, por eso a él se le llama “El hijo de tantas lágrimas”, ya que su madre no hizo una novena, no se desesperó, sino que hizo oración toda su vida hasta lograr la conversión de su hijo Agustín, pero no solamente por él, que era el que más le preocupaba por la vida que llevaba, sino que también logró la conversión de su esposo Patricio y de sus otros hijos.

Encuentra la verdad en Cristo

San Agustín va creciendo y va a llegar un momento con muchos episodios de su vida en que anda militando en una secta, va con los maniqueos que es una secta muy cómoda, pero luego Agustín queda muy decepcionado porque tenía un hambre insaciable de sabiduría y no encuentra allí lo que buscaba, que era la verdad.

Entonces Agustín se dedica a la búsqueda de la verdad y llega providencialmente a Milán, a conocer al Obispo Ambrosio, que es otro de los cuatro Padres de la Iglesia Occidental, y le llama mucho la atención su manera de predicar; se da cuenta de que ese hombre predica con verdad y convencido de lo que está diciendo.

En ese proceso que lleva Agustín en la búsqueda de la verdad, un día se encuentra ya convencido de que tiene que convertirse, convencido de que la verdad solamente la ha encontrado en Cristo y que no hay verdad fuera de Él, pero sin decidirse. Un día empieza a oír unas vocecitas como de una ronda de niños que cantaban “Toma y lee”; él estaba sentado con las Sagradas Escrituras y entiende que es un mensaje de Dios que le dice, “Toma y lee”; toma las Escrituras, las abre y encuentra la cita de Romanos 13, 13 que dice: “Nada de comilonas ni borracheras, nada de prostituciones, más bien revístanse de Cristo”, y es cuando Agustín dice “¡Se acabó!”. Y es bautizado el 24 de abril del año 387 en la Catedral de Milán, por el mismo Obispo San Ambrosio.

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