¡Buenos días!
Deseo saludar y agradecer, ante todo, a los dirigentes políticos que han aceptado la invitación a participar en un evento que yo mismo he alentado desde su génesis: «el Encuentro de laicos católicos que asumen responsabilidades políticas al servicio de los pueblos de América Latina». Saludo también a los Señores Cardenales y Obispos que los acompañan, con quienes tendrán seguramente un diálogo de mucho provecho para todos.
Desde el Papa Pío XII hasta ahora, los sucesivos pontífices siempre se han referido a la política como «alta forma de la caridad». Podría traducirse también como servicio inestimable de entrega para la consecución del bien común de la sociedad. La política es ante todo servicio; no es sierva de ambiciones individuales, de prepotencia de facciones o de centros de intereses. Como servicio, no es tampoco patrona, que pretende regir todas las dimensiones de la vida de las personas, incluso recayendo en formas de autocracia y totalitarismo. Y cuando hablo de autocracia y totalitarismo no estoy hablando del siglo pasado, estoy hablando de hoy, en el mundo de hoy, y quizás también de algún país de América Latina. Se podría afirmar que el servicio de Jesús —que vino a servir y no a ser servido— y el servicio que el Señor exige de sus apóstoles y discípulos es analógicamente el tipo de servicio que se pide a los políticos. Es un servicio de sacrificio y entrega, al punto tal que a veces se puede considerar a los políticos como “mártires” de causas para el bien común de sus naciones.
La referencia fundamental de este servicio, que requiere constancia, empeño e inteligencia, es el bien común, sin el cual los derechos y las más nobles aspiraciones de las personas, de las familias y de los grupos intermedios en general no podrían realizarse cabalmente, porque faltaría el espacio ordenado y civil en los cuales vivir y operar. Es un poco el bien común concebido como atmósfera de crecimiento de la persona, de la familia, de los grupos intermedios. El bien común. El Concilio Vaticano II definió el bien común, de acuerdo con el patrimonio de la Doctrina Social de la Iglesia, como «el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección» (Gaudium et spes, n. 74). Es claro que no hay que oponer servicio a poder —¡nadie quiere un poder impotente!—, pero el poder tiene que estar ordenado al servicio para no degenerarse. O sea, todo poder que no esté ordenado al servicio se degenera. Por supuesto que me estoy refiriendo a la «buena política», en su más noble acepción de significado, y no a las degeneraciones de lo que llamamos «politiquería». «La mejor manera de llegar a una política auténticamente humana —enseña una vez más el Concilio— es fomentar el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del servicio al bien común y robustecer las convicciones fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de la comunidad política y al fin, recto ejercicio y límites de los poderes públicos» (ibíd., n. 73). Tengan todos ustedes la seguridad de que la Iglesia católica «alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio» (ibíd., n. 75).
Al mismo tiempo, también estoy seguro que todos sentimos la necesidad de rehabilitar la dignidad de la política. Si me refiero a América Latina, ¡cómo no observar el descrédito popular que están sufriendo todas las instancias políticas, la crisis de los partidos políticos, la ausencia de debates políticos de altura que apunten a proyectos y estrategias nacionales y latinoamericanas que vayan más allá de las políticas de cabotaje! Además, con frecuencia el diálogo abierto y respetuoso que busca las convergencias posibles con frecuencia se sustituye por esas ráfagas de acusaciones recíprocas y recaídas demagógicas. Falta también la formación y el recambio de nuevas generaciones políticas. Por eso los pueblos miran de lejos y critican a los políticos y los ven como corporación de profesionales que tienen sus propios intereses o los denuncian airados, a veces sin las necesarias distinciones, como teñidos de corrupción. Esto nada tiene que ver con la necesaria y positiva participación de los pueblos, apasionados por su propia vida y destino, que tendría que animar la escena política de las naciones. Lo que es claro es que se necesitan dirigentes políticos que vivan con pasión su servicio a los pueblos, que vibren con las fibras íntimas de su ethos y cultura, solidarios con sus sufrimientos y esperanzas; políticos que antepongan el bien común a sus intereses privados, que no se dejen amedrentar por los grandes poderes financieros y mediáticos, que sean competentes y pacientes ante problemas complejos, que estén abiertos a escuchar y aprender en el diálogo democrático, que combinen la búsqueda de la justicia con la misericordia y la reconciliación. No nos contentemos con la poquedad de la política: necesitamos dirigentes políticos capaces de movilizar vastos sectores populares en pos de grandes objetivos nacionales y latinoamericanos. Conozco personalmente a dirigentes políticos latinoamericanos con distinta orientación política, que se acercan a esta figura ideal.
¡Cuánta necesidad estamos teniendo de una «buena y noble política» y de sus protagonistas hoy en América Latina! ¿Acaso no hay que enfrentar problemas y desafíos de gran magnitud? Ante todo, la custodia del don de la vida en todas sus etapas y manifestaciones. América Latina tiene también necesidad de un crecimiento industrial, tecnológico, auto-sostenido y sustentable, junto con políticas que enfrenten el drama de la pobreza y que apunten a la equidad y a la inclusión, porque no es verdadero desarrollo el que deja a multitudes desamparadas y sigue alimentando una escandalosa desigualdad social. No se puede descuidar una educación integral, que comienza en la familia y se desarrolla en una escolarización para todos y de calidad. Hay que fortalecer el tejido familiar y social. Una cultura del encuentro —y no de los permanentes antagonismos— tiene que fortalecer los vínculos fundamentales de humanidad y sociabilidad y poner cimientos fuertes a una amistad social, que deje atrás las tenazas del individualismo y la masificación, la polarización y la manipulación. Tenemos que encaminarnos hacia democracias maduras, participativas, sin las lacras de la corrupción, o de las colonizaciones ideológicas, o las pretensiones autocráticas y las demagogias baratas. Cuidemos nuestra casa común y sus habitantes más vulnerables evitando todo tipo de indiferencias suicidas y de explotaciones salvajes. Levantemos nuevamente muy en alto y muy concretamente la exigencia de una integración económica, social, cultural y política de pueblos hermanos para ir construyendo nuestro continente, que será todavía más grande cuando incorpore «todas las sangres», completando su mestizaje, y sea paradigma de respeto de los derechos humanos, de paz, de justicia. No podemos resignarnos a la situación deteriorada en que con frecuencia hoy nos debatimos.
Quisiera dar un paso más en esta reflexión. El papa Benedicto XVI señaló con preocupación en su discurso de inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida «la notable ausencia en el ámbito político […] de voces e iniciativas de líderes católicos de fuerte personalidad y de vocación abnegada que sean coherentes con sus convicciones éticas y religiosas». Y los Obispos de todo el continente quisieron incorporar esta observación en las conclusiones de Aparecida, hablando de los «discípulos y misioneros en la vida pública» (n. 502). En verdad, en un continente con un gran número de bautizados en la Iglesia católica, de sustrato cultural católico, en el que la tradición católica está todavía muy vigente en los pueblos y en el que abundan las grandes manifestaciones de la piedad popular, ¿cómo es posible que los católicos aparezcan más bien irrelevantes en la escena política, incluso asimilados a una lógica mundana? Es cierto que hay testimonios de católicos ejemplares en la escena pública, pero se nota la ausencia de corrientes fuertes que estén abriendo camino al Evangelio en la vida política de las naciones. Y esto no quiere decir hacer proselitismo a través de la política, nada que ver. Hay muchos que se confiesan católicos —y no nos está permitido juzgar sus conciencias, pero sí sus actos—, que muchas veces ponen de manifiesto una escasa coherencia con las convicciones éticas y religiosas propias del magisterio católico. No sabemos lo que pasa en su conciencia, no podemos juzgarla, pero vemos sus actos. Hay otros que viven de modo tan absorbente sus compromisos políticos que su fe va quedando relegada a un segundo plano, empobreciéndose, sin la capacidad de ser criterio rector y de dar su impronta a todas las dimensiones de vida de la persona, incluso a su praxis política. Y no faltan quienes no se sienten reconocidos, alentados, acompañados y sostenidos en la custodia y crecimiento de su fe, por parte de los Pastores y de las comunidades cristianas. Al final, la contribución cristiana en el acontecer político aparece sólo a través de declaraciones de los Episcopados, sin que se advierta la misión peculiar de los laicos católicos de ordenar, gestionar y transformar la sociedad según los criterios evangélicos y el patrimonio de la Doctrina Social de la Iglesia.
Por todo ello, quise escoger como tema de la anterior Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina el tema: «El indispensable compromiso de los laicos católicos en la escena pública de los países latinoamericanos» (1-4 marzo 2016). Y el 19 de marzo envié una carta al Presidente de esa Comisión, el Cardenal Marc Ouellet, con la que advertía una vez más sobre el riesgo del clericalismo y planteaba la pregunta: «¿Qué significa para nosotros pastores que los laicos estén trabajando en la vida pública?». «Significa buscar la manera de poder alentar, acompañar y estimular los intentos, esfuerzos que ya hoy se hacen por mantener viva la esperanza y la fe en un mundo de contradicciones especialmente para los más pobres. Significa como pastores comprometernos en medio de nuestro pueblo y con nuestro pueblo sostener la fe y su esperanza. Abriendo puertas, trabajando con ellos, soñando con ellos, reflexionando y especialmente rezando con ellos. Necesitamos reconocer la ciudad —y por lo tanto todos los espacios donde se desarrolla la vida de nuestra gente— desde una mirada contemplativa, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas».
Y al contrario, «muchas veces hemos caído en la tentación de pensar que el así llamado “laico comprometido” es aquel que trabaja en las obras de la Iglesia y/o en las cosas de la parroquia o de la diócesis y poco hemos reflexionado cómo acompañar a un bautizado en su vida pública y cotidiana; y cómo se compromete como cristiano en la vida pública. Sin darnos cuenta, hemos generado una élite laical creyendo que son “laicos comprometidos” sólo aquellos que trabajan en cosas “de los curas” y hemos olvidado, descuidado, al creyente que muchas veces quema su esperanza en la lucha cotidiana por vivir su fe. Estas son las situaciones que el clericalismo no puede ver, ya que está muy preocupado por dominar espacios más que por generar procesos. Por eso, debemos reconocer que el laico por su propia realidad, por su propia identidad, por estar inmerso en el corazón de la vida social, pública y política, por estar en medio de nuevas formas culturales que se gestan continuamente tiene exigencias de nuevas formas de organización y de celebración de la fe».
Es necesario que los laicos católicos no queden indiferentes a la cosa pública, ni replegados dentro de los templos, ni que esperen las directivas y consignas eclesiásticas para luchar por la justicia, por formas de vida más humana para todos. «No es nunca el pastor el que le dice al laico lo que tiene que hacer o decir, ellos lo saben mejor que nosotros… No es el pastor el que tiene que determinar lo que tienen que decir en los distintos ámbitos los fieles. Como pastores, unidos a nuestro pueblo, nos hace bien preguntarnos cómo estamos estimulando y promoviendo la caridad y la fraternidad, el deseo del bien, y de la verdad y la justicia. Cómo hacemos para que la corrupción no anide en nuestros corazones». Incluso en nuestros corazones de pastores. Y, a la vez, nos hace bien escuchar con mucha atención la experiencia, reflexiones e inquietudes que pueden compartir con nosotros los laicos que viven su fe en los diversos ámbitos de la vida social y política.
Vuestro diálogo sincero en este Encuentro es muy importante. Hablen con libertad. Un diálogo que sea entre católicos, prelados y políticos, en el que la comunión entre personas de la misma fe resulte más determinante que las legítimas oposiciones de opciones políticas. Por algo y para algo participamos en la Eucaristía, fuente y culmen de toda comunión. De vuestro diálogo se podrán ir sacando factores iluminantes, factores orientadores para la misión de la Iglesia en la actualidad. ¡Gracias de nuevo, y buen trabajo!
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