En su mensaje semanal en la plaza de San Pedro, el Papa Francisco llamó corruptos e hipócritas a quienes juzgan o desprecian a los demás.
Papa Francisco.- En la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia, es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía la oración, aleja de Dios y de los demás.
Ante más de 15 mil fieles, el Papa evocó las figuras evangélicas del fariseo y el publicano para reflexionar en torno a la actitud correcta al rezar.
Papa Francisco.- Pero me pregunto: ¿es posible rezar con arrogancia? No. ¿Se puede rezar con hipocresía? No. Tenemos que rezar solamente poniéndonos delante de Dios así como somos.
El Papa Francisco invitó a los fieles a abandonar el ritmo frenético de la cotidianidad y a recuperar los valores de la intimidad y el silencio.
Papa Francisco.- Estamos todos tomados por el frenesí del ritmo cotidiano, muchas veces a la merced de sensaciones, trastornados y confundidos. Es necesario aprender a encontrar el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es allí que Dios nos encuentra y habla.
Texto completo:
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El miércoles pasado hemos escuchado la parábola del juez y de la viuda sobre la necesidad de rezar con perseverancia. Hoy con otra parábola, Jesús nos quiere enseñar cuál es la actitud justa para rezar e invocar la misericordia del Padre; cómo hay que rezar; la actitud justa para rezar: es la parábola del fariseo y del publicano.
Ambos protagonistas suben al templo para rezar pero actúan de manera diferente, obteniendo resultados opuestos. El fariseo reza ‘de pie’ y usa muchas palabras. La suya es sí, una oración de agradecimiento dirigida a Dios, pero en realidad es un exponer los propios méritos, con sentido de superioridad hacia los otros hombres, que califica de ‘ladrones, injustos, adúlteros’, como ejemplos, y señala a aquel otro como ‘este publicano’. Pero justamente aquí está el problema: el fariseo reza a Dios, pero en realidad se reza a sí mismo.
¡Se reza a si mismo!, en cambio de tener delante de los ojos al Señor, tiene un espejo. A pesar de que se encuentra en el templo, no siente la necesidad de postrarse delante de la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, ¡casi como si fuera él el dueño del templo!
El hace una lista de las cosas cumplidas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna ‘dos veces por semana’ y paga el diezmo de todo lo que posee.
Vale a decir, más que rezar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos. Y entretanto su actitud y sus palabras están lejos del modo de actuar y de hablar de Dios, el cual ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Al contrario aquel fariseo desprecia a los pecadores, también cuando señala que el otro está allí. O sea, el fariseo que se considera justo, no respeta el mandamiento más importante: el amor por Dios y por el prójimo.
No es suficiente por lo tanto preguntarnos ‘cuánto rezamos’, tenemos que preguntarnos también ‘cómo rezamos’, o mejor aún, ‘cómo es nuestro corazón’: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos y extirpar arrogancia e hipocresía. Pero me pregunto: ¿es posible rezar con arrogancia? No. ¿Se puede rezar con hipocresía? No. Tenemos que rezar solamente poniéndonos delante de Dios así como somos. No como el fariseo que rezaba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos tomados por el frenesí del ritmo cotidiano, muchas veces a la merced de sensaciones, trastornados y confundidos. Es necesario aprender a encontrar el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es allí que Dios nos encuentra y habla.
Solamente partiendo desde allí podemos a su vez animar a los otros y hablar con ellos. El fariseo se ha encaminado hacia el templo, está seguro de sí mismo, pero no se da cuenta de haber perdido el camino de su corazón.
El publicano en cambio, ‘el otro’, se presenta en el templo con ánimo humilde y arrepentido: ‘deteniéndose a distancia, no osaba ni siquiera levantar los ojos al cielo, pero se golpeaba el pecho’. Su oración es brevísima, no es larga como la del fariseo: ‘Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador’. Nada más que esto. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. Bella oración, ¿verdad? Podemos decirla tres veces, todos juntos. Digamos: ‘Oh Dios, ten piedad de mí pecador’…
En aquel tiempo los cobradores de impuestos –llamados por ello ‘publicanos’– eran considerados personas impuras, sometidas a los dominadores extranjeros, eran mal vistos por la gente y generalmente asociados a los ‘pecadores’.
La parábola enseña que uno es justo o pecador no por la propia pertenencia social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el modo de relacionarse con los hermanos. Los gestos de penitencia y las pocas y simples palabras del publicano testimonian su conciencia sobre su mísera condición.
Su oración es lo esencial. Actúa como un humilde, seguro solo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque tenía ya todo, el publicano puede solo mendigar la misericordia de Dios. Y esto es bello, ¿verdad?: mendigar la misericordia de Dios.
Presentándose ‘con las manos vacías’, con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano nos muestra a todos la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final justamente él, despreciado así, se convierte en icono del verdadero creyente.
Jesús concluye la parábola con una sentencia: ‘Les aseguro que este último –es decir, el publicano– volvió a su casa justificado, porque quien se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado’. De estos dos, ¿quién es el corrupto? El fariseo.
El fariseo es justamente el icono del corrupto que finge orar, pero solamente logra vanagloriarse de sí mismo como delante de un espejo. Es un corrupto pero finge orar. Así, en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia, es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía la oración, aleja de Dios y de los demás.
Si Dios prefiere la humildad no es para desanimarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser elevados por Él, para así experimentar la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos.
Si la oración del soberbio no alcanza el corazón de Dios, la humildad del miserable abre sus puertas. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los humildes. Delante a un corazón humilde, Dios abre enteramente su corazón.
Es esta humildad que la Virgen María expresa en el cántico del Magníficat: “Ha mirado la humildad de su […] Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen”. Ella que es nuestra madre nos ayude a rezar con un corazón humilde. Y nosotros, repitamos nuevamente tres veces, aquella bella oración: “Oh Dios, ten piedad de mí, pecador”…
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