¡Queridos jóvenes amigos canadienses!
Me alegra poder pasar un poco de tiempo con vosotros, participando en vuestro diálogo, del que sois protagonistas desde el Atlántico hasta el Pacífico. Estas son las maravillas de la tecnología que, si se usan positivamente, brindan una oportunidad de encuentro e intercambio impensable hasta hace poco.
Esto confirma que, cuando las personas trabajan juntas buscando el bien del otro, el mundo se revela en toda su belleza. Os pido, por lo tanto, que no permitáis que el mundo se arruine por las personas sin escrúpulos, que solo piensan en explotarlo y destruirlo. Os invito a inundar los lugares donde vivís con la alegría y el entusiasmo típicos de vuestra juventud para irrigar el mundo y la historia con la alegría que proviene del Evangelio, de haber conocido a una Persona: Jesús, que os ha cautivado y os atrajo a estar con Él.
No dejéis que os roben la juventud. No permitáis que nadie disminuya y ofusque la luz que Cristo ha puesto en vuestros rostros y en vuestros corazones. Sed tejedores de relaciones selladas por la confianza, el intercambio, la apertura incluso hasta los confines del mundo. No levantéis muros de división: ¡no levantéis muros de división! Construid puentes, como este puente extraordinario que estáis cruzando en espíritu, y que une las costas de los dos océanos. Estáis experimentando un momento de intensa preparación para el próximo Sínodo, el Sínodo de los Obispos, que os concierne de una manera particular, del mismo modo que involucra a toda la comunidad cristiana. De hecho, su tema es ” Los jóvenes, la fe y discernimiento vocacional”.
Deseo también recordaros las palabras que Jesús dijo un día a los discípulos que le preguntaban: «Rabbí […] ¿dónde vives?». Él les respondió: «Venid y lo veréis». También a vosotros Jesús dirige su mirada y os invita a ir hacia Él. ¿Habéis encontrado esta mirada, queridos jóvenes? ¿Habéis escuchado esta voz? ¿Habéis sentido este impulso a ponerse en camino? Estoy seguro que, si bien el ruido y el aturdimiento parecen reinar en el mundo, esta llamada continua a resonar en el corazón da cada uno para abrirlo a la alegría plena. Esto será posible en la medida en que, a través del acompañamiento de guías expertos, sabréis emprender un itinerario de discernimiento para descubrir el proyecto de Dios en la propia vida. Incluso cuando el camino se encuentre marcado por la precariedad y la caída, Dios, que es rico en misericordia, tenderá su mano para levantaros.
Estas palabras, las escribí en la carta que envié a los jóvenes de todo el mundo el 13 de enero de este año, precisamente para presentar el tema del Sínodo. El mundo, la Iglesia, necesitan jóvenes valientes, que no se acobarden ante las dificultades, que enfrenten sus pruebas y mantengan los ojos y los corazones abiertos a la realidad, para que nadie sea rechazado o sometido a la injusticia o a la violencia, o privado de la dignidad humana.
Estoy seguro de que vuestro corazón, un corazón joven, no se cerrará al grito de ayuda de tantos como vosotros que anhelan la libertad, el trabajo, el estudio, la oportunidad de dar sentido a sus vidas. Cuento con vuestra disponibilidad, vuestro compromiso, vuestra capacidad para enfrentar desafíos importantes y atreverse a construir el futuro, para dar pasos decisivos por la senda del cambio.
Jóvenes, dejad que Cristo os alcance. Dejad que os hable, abrace, consuele, cure vuestra heridas, disuelva vuestras dudas y miedos, y estaréis listos para la fascinante aventura de la vida, ese don precioso e inestimable que Dios pone todos los días en vuestras manos. Salid al encuentro de Jesús, estad con Él en la oración, abandonaos a Él, entregad la existencia entera a su amor misericordioso y a vuestra fe, y esa fe será testimonio luminoso de la generosidad y del gozo que hay en seguirlo, donde Él quiera guiaros.
Queridos jóvenes de Canadá, os deseo que viváis un encuentro como el de los primeros discípulos, que se abra de par en par ante vosotros la belleza de una vida realizada al seguir al Señor. Por eso os encomiendo a María de Nazaret, proteja María de Nazaret, una joven como ustedes a quien Dios ha dirigido su mirada amorosa, para que los tome de la mano y los guíe a la alegría de un ¡heme aquí! pleno y generoso. Jesús te mira y espera de ti un “¡Heme aquí!”.
Os bendigo, os abrazo, y os saludo con afecto mientras os pido, por favor, que recéis por mí, para que pueda ser un colaborador fiel de vuestro gozo. Gracias.
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